Si la atracción del Mundial es un pulpo empezamos mal. Muy mal. Si pretendemos enumerar partidazos y sobran los dedos de una mano seguimos peor. Y si hay menos estrellas que en una de esas noches muy, muy nubladas, la sensación es que se fue un torneo mediocre. Olvidable. Intrascendente. Nada muy distinto de lo que viene sucediendo desde hace un largo rato en el planeta fútbol.

En este contexto España es una selección de lujo y el más merecido de los campeones. Afortunadamente se coronó con un legítimo gol de campo y no por penales, la más deslucida de las consagraciones imaginables. Condena histórica del amarrete Brasil de Parreira (1994) y de la aburrida Italia de Lippi (2006).

El éxito español potencia el modelo competitivo moderno, encarnado por una elite de clubes poderosos que todo lo dominan y todo lo ganan. Inteligente, Vicente del Bosque trasplantó a Barcelona a las canchas sudafricanas y lo reforzó con un gran arquero y un sólido volante central... de Real Madrid. La magia que le faltó al campeón del mundo es la que aporta Messi cada domingo en el Camp Nou. Lógica pura.

Eso es el Mundial. Los mismos jugadores que se ven las caras semana a semana en Europa repartidos en un pan y queso signado por los caprichos de la nacionalidad. Hoy compañeros, mañana rivales. Sneijder y Robben descartados por Real Madrid por culpa de Cristiano Ronaldo y Kaká. Messi compinche de Iniesta; Gilberto Silva silbado en Juventus y en Brasil; Kuyt amigo de Mascherano, Drogba de Lampard y Lahm de Demichelis.

Hace años (¿tantos ya?) el Mundial regalaba un margen para las sorpresas, los descubrimientos, las revoluciones futboleras. Que se haya transformado en una vidriera lujosa de cracks tan archiconocidos como cansados da una idea de lo que estamos viviendo.

Los Mundiales han perdido la épica y esa es una pésima noticia, porque implica que se está carcomiendo la esencia del juego. Uruguay fue el único seleccionado capaz de rebelarse. De emocionar. No es casualidad, porque hay un mandato genético de por medio, y no sólo porque el papá de Forlán haya formado parte de una brillante generación de futbolistas. Uruguay lleva impresa la marca de la heroicidad desde el fondo de la historia. Y también del drama. Forlán, el Balón de Oro (milagrosa lección de justicia de la FIFA, entidad escasamente afecta a tales gestos), reventó el travesaño cuando la pelota -todos lo deseábamos- debió haber ido adentro.

Fue el torneo de los pésimos arqueros y de los pésimos arbitrajes, que los hubo y los habrá siempre. Pero uno espera que en la pretendida fiesta a la que sólo se les confiere el pase VIP a los mejores el nivel no sea tan, tan bajo. No importa: parece que la culpa es de la pelota.

Es que entre pulpos adivinos y pelotas que doblan todo el tiempo se consumió un mes esperado durante cuatro años. Tanto nadar para morir en la orilla... ¿Esto era todo?, es la inquietud del hincha de fútbol. El último gran Mundial fue el de 1986, Maradona al margen. Claro, se jugó Francia-Brasil, una sinfonía con forma de partido que debería estudiarse en todas las escuelas de periodismo deportivo como una obra maestra.

Durante los últimos 20 años se marcó una pronunciada involución. El peor de los Mundiales había sido el de 2002, con turcos y surcoreanos en semifinales. Este fue igual. O peor.

Se sabe de antemano que no habrá milagros. Un Brasil capaz de juntar cinco números 10 para marchar al título (Pelé, Gerson, Tostao, Jairzinho y Rivelino, todos juntos en 1970); una orquesta a la que apuradamente visten con camisetas y pantalones cortos (Hungría 1954); una máquina infernal que destroza todo lo preconcebido (Holanda 1974). No hay Obdulios capaces de silenciar un Maracaná, Garrinchas obcecados en hacer de cada jugada una genialidad ni Kempes de corazones enormes. Ni un grito de gol como el de Marco Tardelli aquella tarde-noche de 1982, en Madrid. Nunca más un Italia 4, Alemania 3 como el de México 70, con Franz Beckenbauer jugando con el brazo en cabestrillo.

El universo futbolero renuncia a semejante tesoro y apenas pide que le regalen algunos retazos de magia. Uno que otro conejo. Que se presten galeras y varitas. Nada pasa.

Francia es un show del Moulin Rouge, pero sin Nicole Kidman; Italia toca fondo (¿quién se sorprende, si no hay italianos titulares en el campeón de... Italia?), Brasil es víctima de una generación descartable (en otras épocas Luis Fabiano ni siquiera hubiera figurado entre los convocados); Inglaterra, como siempre, es un monumento a la sobrevaloración; y la explosión africana no es más que una promesa (¿o Ghana es un gran equipo?). A Cristiano Ronaldo siguen esperándolo en Sudáfrica.

Lo poquísimo de fútbol que se vio en Sudáfrica lo aportaron España/Barcelona, algunos chispazos de Sneijder y Robben y este saludable experimento multicultural que es la Alemania de Joachim Löw. Sangre germana, polaca, turca, africana, brasileña y española embanderada con los colores del Kaiser. Fue digno Paraguay e interesante lo de Chile. Llegaron hasta donde debían.

Los mismos jugadores que vimos hasta ayer volverán a ponerse en marcha y los seguiremos semana a semana. Todos mezclados y con otras camisetas. ¿Cuál es el verdadero Mundial?